Recuerdo los días en que solo caminaba. Recorría sin rumbo por los distintos rincones de esta ciudad. Vagar, subir y bajar las distintas escalinatas que infectan mi hermoso puerto, creando un particular estilo de erróneos senderos. Es simple, solo tomar la indecisión como decisión primera. Solo los recuerdos me aferran a esa forma de ver las cosas, ya que, todo se difumina lentamente, se destruye e inicia la adultés y sus irremediables complicaciones.
Todo era lento, los días transcurrían sin mayores sobresaltos que perder el micro por las mañanas e incluso dar la limosna al vagabundo me resultaba tan monótono que, en ocasiones, la guardaba entre unas apretadas manos pero, la consciencia me mortificaba y dejaba de lado las obligaciones laborales para ir a entregarle aquella moneda. Vale mencionar que se la entregaba de muy mala gana.
Todo era igual, la existencia ya no me pisaba los talones, si no que, me había sacado varias vueltas de ventaja. No remediaba en aquello, ya no deseaba cambiar los pequeños engranajes de la maquina de la subsistencia, todo estaba perdido, todo hasta que de súbito vi a esa menuda mujer de cabellos claros.
De sus facciones puedo dar cátedras, de su manera de caminar escribiría libros, sin embargo, de su timbre de vos no puedo mencionar o explicar. Es irónico, mas aun, improbable que no posea la claridad mental para clasificar, ordenar u homologar su vos con las anteriormente escuchadas. Es difícil compararla, debido a que me era totalmente desconocida, dulce e indómita. Bueno, quizás la razón esta en que de sus labios solo estaba permitido cruzar palabras a oídos superiores a los mios.
El cambiar esa rutina interminable fue una inmensa revolución de ideas y actos. Ella transitaba todos los días por la solera opuesta a mi ventana, era como un reloj suizo y tan puntual como un ingles. La esperaba con las ansias de un condenado a muerte y dejaba todo de lado para seguirla en su solitaria caminata. Cruzábamos juntos cuadras y cuadras, pero, irremediablemente se aparecía esa maldita esquina. En ese lugar se perdía de vista, se esfumaba como el viento, como un suspiro o como el cigarrillo que acabo de pisar.
Jamas falle a un encuentro, la perseguía como un psicópata y ella lo notaba. Nunca hizo nada por detenerme o denunciarme, mas aun creo que aquel juego de adoración pagana la excitaba de sobremanera.
No me atrevía a detenerla o demostrarle que mis intenciones no eran funestas, ni mucho menos mirarla de frente, solo de espalda, solo pisando sus huellas en el asfalto y siguiéndola lentamente en su transitar, solo con el deseo y una decadencia sin fin.
Pasado un tiempo de perfectas rondas atine a mirarla sin la culposa idea de un rechazo. Estábamos en frente a un semáforo en rojo y tal como un gato la abordé diciendo "Hola. Hace calor, ¿Cierto? ¡Puta que hace calor!". No puedo explicar cual es la razón de que siempre en los momentos cruciales de mi vida y cuando quiero demostrar mis pensamientos, siempre me expreso de la manera menos indicada. Pude dedicarle todas aquellas notas de mi cuaderno, ¡Pero no!, siempre se arremolinan en mi cabeza todas las ideas y discursos preparados en las interminables noches de insomnio o de alcohol y pronunciando lo que solo un idiota puede expulsar.
Por vergüenza no volví a caminar tras ella. Aseguro que la ausencia de mi persona debió extrañarla, ya que, como dije anteriormente, ese juego de policías y ladrones le excitaba. Ya no podrá divertirse y no volverá a verme.
Tomo un cigarrillo, lo enciendo con una larga calada y observo como se consume lentamente. Hace mucho frío y desde la azotea del edificio en el cual resido le dedico un poema de Rimbaud que se me vino a la cabeza.
Termino con el cigarrillo. Lo lanzo hacia el abismo, pero la distancia no es mucha, el cae y yo lo retengo en mis manos.
Todo era lento, los días transcurrían sin mayores sobresaltos que perder el micro por las mañanas e incluso dar la limosna al vagabundo me resultaba tan monótono que, en ocasiones, la guardaba entre unas apretadas manos pero, la consciencia me mortificaba y dejaba de lado las obligaciones laborales para ir a entregarle aquella moneda. Vale mencionar que se la entregaba de muy mala gana.
Todo era igual, la existencia ya no me pisaba los talones, si no que, me había sacado varias vueltas de ventaja. No remediaba en aquello, ya no deseaba cambiar los pequeños engranajes de la maquina de la subsistencia, todo estaba perdido, todo hasta que de súbito vi a esa menuda mujer de cabellos claros.
De sus facciones puedo dar cátedras, de su manera de caminar escribiría libros, sin embargo, de su timbre de vos no puedo mencionar o explicar. Es irónico, mas aun, improbable que no posea la claridad mental para clasificar, ordenar u homologar su vos con las anteriormente escuchadas. Es difícil compararla, debido a que me era totalmente desconocida, dulce e indómita. Bueno, quizás la razón esta en que de sus labios solo estaba permitido cruzar palabras a oídos superiores a los mios.
El cambiar esa rutina interminable fue una inmensa revolución de ideas y actos. Ella transitaba todos los días por la solera opuesta a mi ventana, era como un reloj suizo y tan puntual como un ingles. La esperaba con las ansias de un condenado a muerte y dejaba todo de lado para seguirla en su solitaria caminata. Cruzábamos juntos cuadras y cuadras, pero, irremediablemente se aparecía esa maldita esquina. En ese lugar se perdía de vista, se esfumaba como el viento, como un suspiro o como el cigarrillo que acabo de pisar.
Jamas falle a un encuentro, la perseguía como un psicópata y ella lo notaba. Nunca hizo nada por detenerme o denunciarme, mas aun creo que aquel juego de adoración pagana la excitaba de sobremanera.
No me atrevía a detenerla o demostrarle que mis intenciones no eran funestas, ni mucho menos mirarla de frente, solo de espalda, solo pisando sus huellas en el asfalto y siguiéndola lentamente en su transitar, solo con el deseo y una decadencia sin fin.
Pasado un tiempo de perfectas rondas atine a mirarla sin la culposa idea de un rechazo. Estábamos en frente a un semáforo en rojo y tal como un gato la abordé diciendo "Hola. Hace calor, ¿Cierto? ¡Puta que hace calor!". No puedo explicar cual es la razón de que siempre en los momentos cruciales de mi vida y cuando quiero demostrar mis pensamientos, siempre me expreso de la manera menos indicada. Pude dedicarle todas aquellas notas de mi cuaderno, ¡Pero no!, siempre se arremolinan en mi cabeza todas las ideas y discursos preparados en las interminables noches de insomnio o de alcohol y pronunciando lo que solo un idiota puede expulsar.
Por vergüenza no volví a caminar tras ella. Aseguro que la ausencia de mi persona debió extrañarla, ya que, como dije anteriormente, ese juego de policías y ladrones le excitaba. Ya no podrá divertirse y no volverá a verme.
Tomo un cigarrillo, lo enciendo con una larga calada y observo como se consume lentamente. Hace mucho frío y desde la azotea del edificio en el cual resido le dedico un poema de Rimbaud que se me vino a la cabeza.
Termino con el cigarrillo. Lo lanzo hacia el abismo, pero la distancia no es mucha, el cae y yo lo retengo en mis manos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario